6 diciembre de 2012
Página: 18
Napoleón
Gómez Urrutia
Jueves 6
de diciembre de 2012
La terminación de un gobierno, sin duda,
debe ser traumática y llena de temores e incertidumbre para el que lo ha
dirigido. Más aún si no está consciente de los graves errores y deudas sociales
que deja. Muy pronto se dará cuenta de su paso superficial y efímero y de su
disfrute transitorio del poder. Esto mismo le debe estar pasando o le va a
pasar a Felipe Calderón, porque desde el comienzo de su administración fue
seriamente criticado por la ilegalidad y posible fraude cometidos para
instalarlo o imponerlo como gerente de intereses privados, y con sus hechos de
gobierno confirmó la sospecha.
Los
grupos empresariales más conservadores y reaccionarios lo dejaron jugar al
importante, pese a todas sus limitaciones e incapacidades, improvisando guerras
con estrategias militares que le dictaban. Sin embargo, por la impunidad y la
corrupción crecientes, terminó solo y repudiado como pocos en la historia,
incluso por las mismas personas a las que consideraba sus amigos y a las que
les servía incondicionalmente y sin medida. Me consta, de manera directa
algunas e indirecta otras, las expresiones despectivas, groseras y sarcásticas
de empresarios mineros a los que les entregó 25 por ciento del territorio
nacional en concesiones, tales como Germán Feliciano Larrea, de Grupo México;
Alberto Bailleres González, de Peñoles; Alonso Ancira Elizondo, de Grupo
Acerero del Norte, y Julio Villarreal Guajardo de Grupo Villacero. De
resentido, acomplejado por su apariencia indígena, incompetente, mecha corta y
alcohólico no lo bajaban, en sus mejores años de principio del sexenio. Quién
sabe cómo se expresen ahora, al final de un gobierno que fracasó para resolver
los problemas y las necesidades de la nación, y que dejó insatisfechos hasta a
sus propios aliados.
Calderón
trabajó sumisamente para agradarlos hasta el último momento con un proyecto de
reforma laboral, elaborado por los propios miembros de su administración y los
abogados empresariales, con lo que llevó al precipicio a la clase trabajadora y
a sus familias. No le importaron tampoco las consecuencias que esa iniciativa
de reforma generará para México, en términos de mayor desempleo, explotación y
ambición desmedida, que se transformará en el tiempo en inestabilidad y riesgos
para la paz social del país. De seguro nunca creyó ni lo percibió por
ignorancia, o porque su insensibilidad, la misma que mostró para gobernar, no
se lo permitieron, ni siquiera para ver más allá del corto plazo. Ni él ni sus
colaboradores observaron las profundas heridas que medidas similares han dejado
y tienen sumergidas en la crisis a muchas naciones de Europa, como España,
Portugal, Grecia, Italia o Irlanda, todo por los intereses creados, haiga sido
como haiga sido, según su frase favorita cuando llegó al poder. Pobre Felipe
Calderón, solo, traicionado y abandonado a su suerte, o como dice el dicho
popular español, que Dios lo coja confesado.
Una
mirada, por fugaz que sea, da cuenta de la impunidad en que dejó crecer con su
complacencia los actos delictuosos de muchos de las personas que lo apoyaban,
tanto en el interior del gobierno como fuera de él. La deshonestidad rebasó
todos los parámetros del pasado. Ahí, donde se investigue al gobierno de
Calderón, saltará la descomposición. Impunidad y deslealtad fueron las dos
características centrales de su gobierno y de su política. Un desatino total,
que la misma estrategia mediática aplicada por él, de miles de millones de
pesos cada año de su sexenio, no pudo superar, sino que lo hizo más notorio.
Estrategia mediática con la que atropelló las libertades de prensa y de
expresión, mediante los oscuros recursos del manejo del presupuesto con el
propósito de silenciar o acallar voces libres del periodismo, y premiar a las
más sumisas.
Su
irresponsable estrategia fue, al que se oponga o no se someta, hay que
eliminarlo, y por eso precisamente desató una persecución política y un
linchamiento público, producto de su frustración e impotencia contra los
sindicatos libres y democráticos del país y contra sus líderes.
La
traición y la deslealtad fueron las otras dos constantes de su gobierno, y
dentro de ello destaca la debilidad personal de Calderón al haber creído en
aquellos personajes que en privado lo denostaban, y seguir creyendo en ellos
hasta el final de su sexenio. Son numerosas las evidencias de que esos grupos
de interés son los que realmente gobernaron a México, y no él, como presumió.
De otra manera nadie se explica la perversidad y la impunidad en los constantes
atentados y agresiones contra las organizaciones sociales, cometidos por esos
aliados desleales. Llevó al máximo grado la criminalización de toda protesta
social y de todo dirigente que no se sometió a los intereses de sus cómplices.
Y eso explica la infame persecución política y judicial de quienes nos opusimos
a esa conducta política y actuamos en consecuencia, con dignidad y congruencia.
El
basurero de la historia es el destino de esa política, que no debe continuar
dañando al país. Para ello, es necesario que en este momento de la historia de
México, las fuerzas y las mentes más sanas de la sociedad logren que ni la
impunidad ni la corrupción vuelvan a ser utilizadas para dirigir a nuestro
país. No es con esa conducta como la nación va a avanzar, sino con una nueva
estrategia que se fundamente en un pacto social renovado, que al parecer ya se
está incorporando en la agenda, que incluya al pueblo de México, a empresarios
responsables, sindicatos, mujeres, jóvenes, políticos, partidos, estudiantes,
intelectuales, académicos y sectores sociales.
Es
necesario tener la confianza en que el gobierno de Enrique Peña Nieto observe
de la experiencia anterior que la hipocresía empresarial, exenta de lealtades y
sentido de responsabilidad social, puede llevar a cometer graves errores en la
conducción de la política del país. Es deseable y urgente que se atienda la
voluntad mayoritaria del pueblo mexicano y no sólo a unos cuantos.